En la ciudad más africana de Brasil, la música se vive como una fiesta cotidiana
Retumban tambores en la noche. Los percusionistas de Olodum inundan la vieja ciudad colonial con el ritmo, entre samba y reggae, de sus instrumentos pintados de negro, rojo, verde y amarillo. Es domingo en el Pelourinho (Pelô, lo llaman sus habitantes), cuyo nombre evoca la siniestra picota.
En una plaza inclinada y triangular, entre edificios señoriales, se erige la iglesia de Nossa Senhora do Rosário dos Pretos, de color añil, construida por esclavos en el siglo XVIII. De allí sale en diciembre la procesión de Santa Bárbara. No se ve a Exú, el más travieso de los orixás -santos del candomblé, la religión afrobrasileña-, al que antes de beber un trago de alcohol se le ofrecen unas gotas derramadas en el suelo. El cortejo lo cierran jóvenes negras y mulatas con tambores que cuelgan de sus hombros y que tocan moviendo las caderas de forma poco cristiana. Visten de rojo y son mujeres de Didá, réplica a los blocos afros masculinos, como Olodum o Ilê Aiyê, que han sacado de la calle a muchos niños sin futuro.
El Pelourinho -en 1985, la Unesco lo declaró patrimonio de la humanidad- se había ido deteriorando de modo alarmante. Hoy, con sus fachadas pintadas de colores, los caserones restaurados, pequeños comercios y restaurantes, el barrio insalubre y peligroso se ha convertido en centro de actos culturales y atracción turística. La ciudad alta -a la baja, donde se halla el Mercado Modelo con sus puestos de artesanía, se accede por medio del elevador Lacerda, un gigantesco ascensor que salva el desnivel de 70 metros- es un dédalo de callejuelas, plazas, miradores y cuestas empedradas que remiten a los Afligidos, la Pereza o la Paciencia. Ya se ha dicho que, vista desde el golfo, Salvador es un belén.
¿Salvador? ¿Salvador de Bahía? En el billete de avión figura SSA. El nombre lo pusieron los portugueses: San Salvador de la Bahía de Todos los Santos. Para Jorge Amado -cuyas novelas están traducidas a más de 50 idiomas- se trataba de una polémica estéril porque la ciudad, plantada en la montaña y rodeada de mar, siempre será Bahía. "¿Ya fuiste a Bahía?", cantaba José Carioca en una película de Walt Disney. Cabrera Infante confiesa que quiso ir en cuanto vio al simpático loro.
Nadie ha sabido contar la ciudad como Jorge Amado ni cantarla como Dorival Caymmi. Los viejos marineros, truhanes entrañables y prostitutas sentimentales; los colonos portugueses y los descendientes de esclavos; los emigrantes gallegos, turcos y libaneses. Viajeros que ya no quisieron partir. Como el fotógrafo y antropólogo francés Pierre Verger, que recorrió medio mundo hasta llegar en 1946 y sucumbir al sortilegio, o como Carybé, el pintor argentino llegado en el año 1938 que hasta olvidó su nombre de bautizo.
Con casi tres millones de habitantes, la fundó en 1549 Tomé de Souza y hasta 1763 fue la capital de Brasil. Sus rasgos más llamativos, aunque no los únicos, son africanos. Con el sabor del vatapá -crema de miga de pan, anacardo y aceite de palma (lo llaman dendê)-, la moqueca de peixe -pescado cocido al vapor de leche de coco y dendê- o el acarajé -un buñuelo de pasta de alubias hervido en dendê y relleno de camarones, ensalada y cebolla- que cocinan en la calle unas bahianas de blanco con collares de cuentas coloridas.
Los dioses viajaron desde África, escondidos en el vientre de los navíos de un comercio infame, pero los perfumes y especias llegaron del Extremo Oriente, de las colonias portuguesas de Goa o Macao. Los esclavos, ante la prohibición de adorar a sus dioses, los vistieron con imágenes católicas. El candomblé, cuyos ritos se celebran en los terreiros, es esa alianza de cultos sincretizados en que Xangô se identifica con san Juan, por las hogueras, y Iansã, con santa Bárbara, por los truenos.
Cuentan que Salvador tiene tantas iglesias como días el año. En el Terreiro de Jesús está la de San Francisco, un monumento del barroco, revestido de oro y con esculturas de madera de jacarandá y azulejos portugueses, en el que todos los martes se celebra la tradicional benção (bendición). A escasos metros puede contemplarse la fachada plateresca de la Orden Tercera. Aunque la más visitada es la del Bonfim, sobre una colina, sencilla y relucientemente blanca. Su asombrosa Sala de los Milagros contiene miles de exvotos. A la entrada, vendedores de cintas de colores las atan alrededor de la muñeca, con la promesa de que los deseos se cumplirán cuando la cinta caiga.
Se dice del bahiano que siempre está de fiesta y que si no lo está es porque anda ensayando. Dos millones participan en el carnaval, seis días tras los tríos elétricos -camiones con altavoces sobre los que cantan durante horas Daniela Mercury, Margareth Menezes, Ivete Sangalo o Carlinhos Brown-. Uno de los recorridos es la avenida atlántica -la orla-, donde la ciudad se abre al mar. Son los barrios de Barra -con el fuerte de San Antonio, el primero que se erigió, y el faro, una postal de Salvador-, Río Vermelho, Ondina, Amaralina... Más allá se extiende la playa de Itapoa, cantada por el poeta Vinicius de Moraes, que vivió allí, muy cerca de la Lagoa do Abaeté, una laguna oscura de agua dulce entre dunas de arena blanca, y al que acaban de dedicarle una plaza. Aunque las mejores playas están al norte de esta interminable costa de cocoteros y arenas blancas: Arembepe (donde se cuenta que estuvo Janis Joplin) o Praia do Forte (con su centro de protección de tortugas marinas).
La obra de Amado -pueden verse ejemplares de sus libros, fotografías y recuerdos en su fundación- es un poema de amor a los más desvalidos. En Bahia de Todos os Santos, guia de ruas e mistérios escribió: "Blanco puro, en Bahía, ¿quién? Negro puro, en Bahía, ¿dónde? Somos mestizos, ¡felizmente!".
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